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Liderar en tiempos de “la gran renuncia”

por Alfredo Carrasquillo

28 de enero de 2022

Ya es un lugar común afirmar que los empleados le renuncian a sus jefes. Lo que es todavía un poco sorprendente es la frecuencia actual de dichas renuncias. Apenas logramos atisbar las profundas y diversas razones que han dado paso a lo que algunos han denominado “la gran renuncia”: una especie de tendencia global muy marcada del talento humano a abandonar sus puestos de trabajo. Lo que sí vamos constatando es que unos estilos de liderazgo, más que otros, detonan con mayor frecuencia las decisiones de buscar nuevos proyectos profesionales.

Un estudio reciente de la empresa Gallup señala que uno de cada dos empleados le renuncia a lo que se considera un jefe tóxico. Y, si es cierto –como sugiere otra investigación– que tres de cada diez líderes podrían calificarse como directivos tóxicos, las perspectivas de retención de talento en las organizaciones no serían muy alentadoras.

Y es que el espectro de dirigentes tóxicos puede ser amplio y variado. Sabemos que puede ir desde aquellos jefes propensos a las respuestas malhumoradas, a las subidas de tono y los gritos, a la gerencia por la vía de la rabieta y al recurso de la intimidación, hasta los directivos francamente perversos, carentes de toda manifestación de empatía y solidaridad, cuyo ejercicio del poder evidencia poco o ningún respeto a la dignidad humana.

Por muchos años y dada la inseguridad ocupacional que desbordaba a tantos trabajadores enfrentados a la precariedad y a los riesgos del desempleo, los estilos tóxicos campearon por su irrespeto. Mucha gente toleraba los malos tratos por razones complejas y variadas; y estos jefes lograron crear culturas tóxicas, generando efectos de identificación en sus ejecutivos y gerentes, que –maltratados ellos también– paradójicamente terminaban reproduciendo el comportamiento brutal de quien los lideraba.

Si esos directivos tóxicos lograban perdurar en sus puestos e incluso avanzar en sus carreras, era porque no todo era daño y desperdicio en su gestión. Los perfiles tóxicos suelen caracterizarse también por tendencias al trabajo duro, por estilos carismáticos y seductores en los vínculos con quienes los supervisan –accionistas y directores, por ejemplo– y por movilizar el desempeño de otros que producen buenos resultados financieros, aunque a un costo humano muy alto. Como la rentabilidad y los retornos financieros que su liderazgo producía eran buenos, muchas veces las juntas de directores prestaban poca atención al impacto humano y los costos emocionales y culturales de dichos estilos de gestión.

La incursión de nuevas generaciones con mayores aspiraciones y más altas expectativas de su experiencia laboral ha cambiado las cosas. La aprobación de leyes que condenan el acoso y los malos tratos en el escenario de trabajo modifica las coordenadas. Adicional a esto, la movilidad o lo que podríamos denominar el carácter indudablemente nómada del talento humano –como fruto de las tendencias de la gran renuncia– empiezan a enviar señales de alerta: los días de muchos jefes tóxicos podrían estar contados.

Si a todo esto le sumamos que las prácticas de gobernanza en la alta dirección de muchas corporaciones comienzan a privilegiar la importancia de cuidar temas ambientales y sociales, así como la experiencia y el trato a los empleados como condición clave para un buen servicio al cliente y mejores resultados de negocio, es evidente que los estilos tóxicos de dirección dejan de tener cabida en muchas empresas.

Claro que habrá líderes que –por su toxicidad ser francamente patológica y gozar perversamente del trato que confieren a sus empleados– terminarán descarrilando del todo sus carreras o encontrando refugio en organizaciones igualmente tóxicas, que acabarán fracasando. Sin embargo, este escenario es una gran oportunidad de reinvención ética para aquellos líderes y lideresas que sean capaces de interrogar esos estilos aprendidos en el pasado y que han pensado por años que es la única manera de gestionar equipos y personas. Para ellos hay reservadas grandes sorpresas, cuando se permitan constatar el valor que produce tratar a sus equipos con la dignidad que merecen.