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Después de mí, el diluvio

por Alfredo Carrasquillo

Los seres humanos somos los únicos animales conscientes de nuestra finitud. Sabemos que la vida es corta y nos asaltan preguntas inevitables sobre lo que ocurre después de la muerte. Para los líderes —y muy especialmente para los fundadores de empresas familiares— esta conciencia los enfrenta a una realidad ineludible: su vida productiva será más breve que la existencia del proyecto que lideraron. Si gestionan bien esa transición, podrán dejar un legado que otros puedan continuar, cuidar y hacer crecer.

Pero eso solo será posible si existe la voluntad de iniciar, a tiempo y de manera estructurada, un proceso riguroso de sucesión. Uno que permita identificar y preparar a las personas que asumirán el liderazgo cuando ellos ya no estén, o cuando decidan limitar su participación a roles de gobernanza desde una junta. Aunque son pocas las organizaciones y los fundadores que abordan este proceso con verdadera seriedad, muchos intentan, al menos, establecer mecanismos mínimos —a veces accidentados— que ayudan a facilitar esa transición.

Sin embargo, hay casos —lamentablemente frecuentes— en los que los líderes prefieren jugar al avestruz: esconden la cabeza en la arena y evitan enfrentar la realidad de su propia salida. Actúan como si la muerte no fuera con ellos y, cuando esta los sorprende, dejan tras de sí equipos desorientados y sin el alineamiento necesario para impulsar una transición saludable, exponiéndolos a disrupciones graves e incluso a la interrupción del negocio.

En el contexto de las empresas familiares, no son raros los fundadores que se muestran reacios a sostener conversaciones difíciles o a documentar legalmente sus deseos sobre la sucesión y la herencia. Esa indiferencia puede dejar a sus herederos sumidos en la confusión y el conflicto, situaciones que podrían haberse evitado con previsión y responsabilidad.

Esa actitud evasiva me recuerda la frase que da título a este artículo: Después de mí, el diluvio. Se le atribuye al rey francés Luis XV, quien pareció mostrar poca preocupación por el rumbo de Francia, que años más tarde desembocaría en la Revolución.

Negarse a planificar la sucesión —ya sea por incomodidad ante conversaciones difíciles, por miedo a perder el control, por falta de confianza en los posibles sucesores o por razones más profundas y complejas— pone en riesgo la continuidad organizacional. Es, en muchos casos, una receta peligrosa para el desastre.

Por eso, en las etapas finales de su vida profesional, los líderes y fundadores tienen una valiosa oportunidad: demostrar magnanimidad y generosidad al encaminar procesos de sucesión bien cuidados, que garanticen la continuidad de sus proyectos y el legado que dejan. No hacerlo es exponer a sus equipos y a sus familias a riesgos indecibles. Y en esa elección, también se define el modo en que serán recordados.